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Con los pies en la calle

La mujer que le arranca latidos a la tierra

La mujer que le arranca latidos a la tierra
Tiene el pecho agrietado, se lo golpea
Tratando de evitarse la humedad de la lágrima
Y ahoga la voz en un susurro cuando se pierde el sol tras la sombra del monte.

A veces tiene el deseo de volverse invisible
Y desaparecer por el mismo agujero
Que se lleva a la nada la huella de este día
Hecho de mil pedazos de cristales,
Hecho de desayunos para todas las bocas que tiene en la familia.

Un día que es igual a salir a la calle
Bien temprano, obligada a ganarse la migaja posible
Esperando que alguien con automóvil repare en la soledad de una figura
Que camina con bolsas en la mano a un lado del asfalto.

Un día hecho también con el vacío de las palabras
Que a mitad de mañana la desarman del todo.
Vienen de la persona que tiene lo delicado de una vida,
La suya precisamente, encima de la mesa
Y la maneja como un papel
Que dobla con gesto acostumbrado mientras confiesa falsamente
Que lo ha intentado todo, lo que estaba a su alcance.

Pero según ese indolente, ha llegado la hora de abandonar paredes
En las que habían escrito su futuro,
De abandonar los muebles cuidados a conciencia
Y ese plan de una vida trabajada.

A una familia entera le ha llegado la hora
De que sumisamente espere que venga del abismo
Una respuesta a algo parecido a la indigencia,
A un ¿qué es lo que pasa ahora con nosotros?

Un día hecho de otros papeles que llegan del juzgado
Y administran la gota con la que colma el vaso, y su entereza, y se derrumba
Fuera de la mirada de sus hijos, pero no de la culpa
Que revisa por dentro sus rincones y encuentra donde herir,
En lo más débil, en la llaga que recibe casi todos los golpes,
Un amor propio, cansado, agotado de plantarle batalla
A los recibos, al frío que se ha instalado por la casa, a los platos
Que no puede llenar salvo con la inventiva del cariño.

Existen otras manos, pero solo las suyas
se meten hasta el fondo en un asunto turbio,
como el agua con la que friega y limpia, terminada la comida.

Esta pelea está llena de mujeres.
Un instinto animal hace con ellas algo inexpresable incluso para un poema.
De donde había vergüenza, sacan uñas y dientes
Y yerguen de repente la postura,
Levantan la cabeza con una dignidad incontestable,
Mantienen la mirada como quien usa un arma
Y disparan o gritan o empapelan,
Y se hacen de temer sabiendo que les va la vida en ello.

Pero tanto trasiego le termina abatiendo con torpeza las alas a este día.
Cuesta llegar al filo de la cama y ver el miedo al lado,
El oscuro silencio. Sería un aliado
Si no fuera por el nido de sombras
Que repasa su mente antes de huir
Y remontar el vaho y evaporarse.

Cuando duerme, una imagen del sueño
Le transita de forma repetida, le conduce
Por una puerta a una casa distinta cada noche,
Le reabre la herida con la angustia
De no saber si aquello que le ocurre
Es a causa de ser una mala persona,
De ser una jodida estúpida,
De ser una ignorante que se fio de alguien y de algo,
Que se dejó engañar por el bien
De todos los demás,
Los que vivimos otro tipo de vida, seguramente ajenos,
Cómodamente hechos a nuestro propio sueño,
Indiferentes a lo que sucede en el de una mujer
Que le arranca latidos a la tierra
Tiene el pecho agrietado, se lo golpea.


 

Sin vuelta atrás

I
El mediodía en el que todos los deseos
Recalaron contra el azul y el verde de una mirada
Que era tan transparente como el agua
De los ibones a los que tuve que subir
Para seguirla. No me preguntes si es verdad
Que venciera el miedo a las alturas
Detrás de su pisada, con el vacío a los pies
Y la pendiente hermosa de la nieve
Capaz de aniquilarme en un descuido.
A ella, a la muchacha de ojos impresionantes,
La perdí arrastrada por las lágrimas
De un muchacho aún más tierno que yo,
Que era blandura pura, pero gané mil formas de querer
A todo lo que puede contemplarse
Al aire libre.

II
La mañana en la que dejé volar mis libros y cuaderno
De versos hacia otra mesa y otros ojos
Y a solas sobre la silla recién abandonada
Me desprendiera de una vergüenza añeja. Luego,
No sin cierta extrañeza, bajo la brevedad de una semana,
El tiempo se deshizo como un terrón de azúcar,
Como almizcle mezclado con sexo y con tabasco,
Con labios y recetas contra el aburrimiento,
Con horas sin cuartel, ni tregua, ni manera
De parar el rápido girar de los relojes.
Besando la osadía. Todas
Las mujeres que con palabras dulces
Me aseguraron preferir siempre aquello
Que no les convenía quedaron olvidadas
Para siempre.

III
La noche en la que me dijiste
Ese ‘eres tú’ a una pregunta que yo esperaba
Tuviera ya otro nombre. Y la respuesta
Se llevó la barrera de los años
Que mediaban entre ambos y me entregó
Una primera ráfaga de besos con futuro,
Un hogar para el fuego del camino
Que el corazón recorre apenas confiado.
Yo me recuerdo amado de una ternura
Que alejaría fantasmas y locura
Y solitario ensueño. Puede
Que esos bocetos del cariño
Sean lo más parecido a la felicidad
Que haya tenido
Nunca.

IV
La tarde en la que el mundo
Giraba sin temor en una plaza y por primera vez
Vete a saber tú quién o qué me susurró al oído ‘desobedece’
Mientras yo descansaba en la estación,
Y se hizo convincente justo a un paso de subir la escalerilla
Del autobús que me hubiera devuelto
A un punto displicente sobre el plasma vacío
Que ordenaba a su antojo las cosas de los hombres.
Desobedece, desobedece me gritó, y así, sin vuelta atrás
Abandoné pretextos dentro de una mochila repleta de trabajo
Y me dejé llevar y entrar en una plaza que hablaba provocando,
Contrariando, clamando indignación a través una voz
Vibrante, lluviosa y convencida de que allí se libraba
Una pelea de la que nadie iba a volver
Indiferente.


 

Caben en las palabras varias vidas

Caben en las palabras varias vidas

Caben en las palabras varias vidas
Como para esperar.
De los días, de los colores que transcurren,
Del sonido deviene
Un ajetreo, un traspié,
Un después de la sombra…

Y un cansancio que no es definitivo.

Nada es definitivo,
Ni tan siquiera el término
Que utilizo para expresar el cruce de sonidos,
De colores y días. Tránsito
De un escenario a otro. Los sucesos engullen
Mis palabras de ayer. Los sucesos
Escriben en silencio y por la noche.

La noche es quien sortea la otredad sobre el papel,
El borrador de un sueño a lo largo de un paisaje
Que se expresa por mí. Eso es lo que intentan los susurros,
Un verbo de viaje, un temblor por el aire,
Una frase fugaz que cruce el cielo
Y resalte su tinta
Indicando el trayecto a los recuerdos.

Así que un tren tirando de fotogramas sepia,
Hay vapores que apuntan a un tiempo ya callado
Y que echo de menos.

Uno diría que espera, que descansa
Con un mínimo esfuerzo de cuerpo repetido,
Sin variación alguna que acompañe al desgaste
Que la naturaleza va imponiendo a las cosas.

Desesperado, a veces, me temo lo peor.
Y hoy lo peor seguramente sea
Descansar demasiado sobre la superficie,
Sea alargar en exceso este último tránsito
Por vidas y palabras sin palabra.


 

El oso de Somiedo

Es hora de hacerse un hueco al lado de la orilla que sube por el puerto,
De recabar palabras que arrojen claridad sobre los riscos,
De encontrar ese mapa que nos ayude
A tomar el camino que nos hará felices.

En la otra ladera la presencia del oso
Se abre como una posibilidad en la espesura.
Por aquí los extraños tienen ganas de verle
Aunque sea a distancia. No sé,
Igual ni siquiera calculan la manera de salir con buen pie
En el caso hipotético de uno de sus abrazos.

Los caminos que recorro tienen algo de niebla,
De lentitud proclive a una conversación que sabe a miel.
Tienen de bueno, no es hora de rasgarse vestiduras,
Demasiadas cosas como para cambiarlos por el miedo.


 

Sin que nadie sepa cómo he llegado aquí

Manual de estilo

Escribe sobre algo, sea real o ficticio, ambiéntalo, traza un argumento que lo haga sostenible, elabora las voces con minucia, dótale de una estructura donde acaben encajando cada una de sus piezas, no agotes de ninguna manera el interés y estarías a mi juicio abordando una novela. Reduce su tamaño, define la emoción en ese poco tiempo que le dejas, atrapa la atención, suéltala como quien abre una maleta en un andén y yo creo que tendrías lo principal de un cuento corto o un relato. Añádele belleza, más belleza si cabe, paladea las palabras, sumérgelas en un fluido donde solo haya música y se parezca a ti, quítales lo que tengan de peso, dóblales los sentidos, pero sin retorcerlos, encuentra las metáforas que quieras encontrar, o aún mejor, que sean ellas las que den ese paso, muévete despacio si es preciso, comprueba que transitas por un terreno en el que se prefiere la verdad, aunque haya que esforzarse para ello y tendrás una poesía como la que yo busco.


 

El brujo, los sueños, las palabras

No supimos los niños
Que la palabra
Era
Imagen de futuro dormida entre los labios,
Pero imitamos su contorno
Con hachas de hoja blanda.

Este acto inocente
Que la cuidada
Barba de un brujo presidía
Atrae otros recuerdos.

Sobre un paisaje de libros escogidos
Por el azar tramposo del dedo
Que te obliga, el aprendiz ardiente
Recreaba los juegos del lenguaje.
Y un hueco en la ventana
Que imponía estrecheces
Servía de locutorio, ya fuera a confesarme
Un narrador, un poeta o un dramaturgo.

Lo que son las cosas,
Aquellas voces fueron
Poco a poco alejándose, una vez confiscados
El brujo, los sueños, las palabras, y el hecho
Cotidiano de la desidia impuso
Sus marcas y atributos,
Impresos en la suela gastada de un zapato
Que corta mi memoria a rebanadas.


 

Estación de otoño

Estación de otoño

Por derecho propio es el otoño mi estación, la que le brinda a mis sentidos una felicidad propia de los seres felices, una emoción que corre a ras del suelo húmedo del bosque, deposita sus hojas, eleva ruidos y olores a la categoría que tienen los placeres, me ayuda a percibir como un ser vivo la piel de una corteza envuelta por el musgo, llena de travesuras ópticas las luces de la tarde, y me embriaga completamente allá por donde paso. Sus encantos sirven para quedarme unos segundos o quedarme para siempre sentado en una piedra contemplándolo todo.

El otoño es además la estación de los suicidios, la estación de las personas tristes, la estación que se queda sin respuestas y, lo sabe como nadie mi madre, la estación que acumula más soledad en las paredes.


 

El búnker

He sido indolente con mis cosas, y he pasado por alto los avisos que trae la soledad, cada oportunidad de hacerse plaza en el lugar común donde se habla, se vive o se perdona. Eso sí, del dolor solo se extraen miserias, de modo que es mejor que lo comprendas. No es bueno que te quedes. No es bueno que me vistas. No es bueno que me saques a la calle. Porque posiblemente no sepas cómo llevar al miedo de la mano, cogido como se coge a un niño, cuando ya no es un niño, porque es miedo y al miedo solo puedes gritarle ¡hijo de la gran puta!


 

Antes de que se pierda

El tranvía termina en un lugar húmedo y oscuro (1972)

Se nos va media vida creyendo que la memoria es inmortal y que el paisaje que se esboza al mirar hacia atrás está hecho de detalles inmutables. Cuando queremos atrapar los recuerdos comprobamos en los dedos lo frágil que es el tiempo, puesto a secar de esa manera que anhela repetirse delante de los ojos, pero que encuentra pérdidas entre el anonimato de sus restos, minucias evadidas, hileras de partículas de polvo de papel desmenuzado.

* * *

No son los primeros recuerdos, pero los acaricia el calor de una mano que nos lleva camino del tranvía a través de un descampado. A veces es mi padre quien la tiende, a veces el abuelo. En el lenguaje del recuerdo ese contacto se acompaña de una felicidad inexpresable. Nuestro abuelo nos envuelve, se deja querer, nos abriga como una manta de respeto urdida en el silencio de la comisura de sus labios.
El destino se llama Santa Luisa de Marillac. Del viaje en tranvía hasta las puertas del colegio no llega nada aunque me asome por la ventanilla de los años. Eso sí, una vez dentro del recinto, desde un lugar parecido a la suerte se cuelan trazos sueltos, las plumas de un pavo real invitando a compartir la arena comestible.
También alcanzo a vislumbrar las escaleras y a toparme con un olor profundo y pegajoso restregándome historias mojadas a su antojo, continentes brillantes que se buscan y se tocan sobre mis pantalones y puestos a dormir sobre la cama, lo empapan todo. Pobres calzoncillos que en medio de una de aquellas noches, quizá la más incontenible, me anticipan sin saberlo el camino de un armario oscuro.


 

Un cuarto al fondo del pasillo (1974)

Siluetas que simulan hablar, susurran entre ellas y aparecen con una mano hambrienta abriendo los baúles, empujando la noche por detrás; un detrás presentido como el que se aproxima hacia la puerta, entra por ella y araña guturalmente el papel de la pared hasta arrancarle un grito. Las oígo sin parar, se mueven por la sombra de los cuadros o encima de los vidrios de una lámpara que se desplaza en círculos. Se acercan, están llegando a mí, levantan el aliento que sale del pestillo de la sábana y se adentran, profundizan en la piel como un ser entregado a la tarea de desgarrar y devorarme, perturbando a su paso el reguero de sangre que no soporta más la extrañeza de este sueño.

* * *

Mi habitación en casa de la abuela se podía ver desde la entrada, y estaba al fondo. Era un cuarto oscuro cuyo ventanuco daba al patio donde se arrinconaba el baño. La uralita cercana pintaba sobre la noche una banda sonora y envolvía como un papel el caramelo amargo de mi tropel de miedos.
Debajo de la cama cabía la posibilidad de cualquier cosa, incluida la existencia secreta de puertas y pasadizos. Hurgar allí, tan dentro, requería de cierto atrevimiento, y atrevimiento y yo eran términos que jamás coincidían en una misma frase.
Enfrente había un armario grande de madera. El descuido de alguna de sus aberturas era propicio para el juego de sombras que en aquellos días acabaría por agitar el vaso de mi imaginación, propenso a nimiedades.
Recuerdo con un punto tenebroso esa parcela de mis noches en el barrio de la abuela. De haber tenido cerca algún psicólogo que hablara de estos temas, como parece que es habitual ahora, le habría contado pesadillas que en estos momentos reposan olvidadas y que solo la almohada entre las ingles atinó a encarar entonces y a proponerme en silencio: ten confianza, estoy aquí, aguanta.
Mi habitación en el barrio del Pozo se podía ver desde la entrada, y estaba al fondo. Cuando era la hora de dormir me lanzaba corriendo sobre la cama y una vez dentro trataba de taparme los ojos con la sábana. Si tenía suerte, y la imaginación lo permitía, escapaba del mundo que me habían entregado sin permiso. Cerraba los párpados, sentía el aire debajo de los pies y lograba separarme de aquella oscura kriptonita.


 

La trampa de prolongarse el sueño

Me había perdido

Me había perdido. Perdido es todo aquello
Que despierta una mañana con hojas en los pies.


 

Voy subiendo, subiendo a trompicones

Voy subiendo, subiendo a trompicones
Los escalones blandos de tu alma,
Hundiéndome los pies en las trampas que pones,
Y aun así no consigues que te deje olvidada.


 

Por el lado de la sombra

Por el lado de la sombra

Debería de amputarme algunos años (la lenta maduración que cultiva la cueva, una humedad de tiempo, un pasado robado a la penumbra) y comenzar de nuevo.

De frente, en el espejo, puedo seguir las cicatrices de una huida sin recordar la causa.

Tengo días que se caen por la pendiente y se estrellan en noches no hechas a la medida del recuerdo, conclusiones fugaces, intenciones de ser mejor otra persona cuando regrese el alba, abra los ojos, y sin decir palabra me sumerja en la liturgia del fracaso.


 

Cuestión de cifras

Ojalá se pudiera, al despertar, recuperar los restos de humanidad perdida. Me temo que no es fácil. Con la radio se adquiere un extraño sentido de la higiene.

Este aséptico quirófano del mundo no hace otra cosa que constatar la pérdida de seres, de personas que ayer estaban vivas, de la misma manera que yo contaba números en párvulos. Es una operación de cifras invisibles. La vida en levedad, la vida inerte, la vida como estado calculado.

Contemplada de ese modo me ha pillado desnudo. El suelo puede abrirse, pero no se abre. El miedo puede ahogarme pero no me ahoga. Toda mi piel tirita sin peligro. Y aun así quiero huir como sea. ¿Qué es si no la distancia?: ¡el modo de lavarme!

Mientras me seco se habla de deportes. Le arranco esquirlas al miedo desatado. Reparo en otras cosas. Una crisis deportiva es un concepto que nunca he comprendido. Lloverá por el norte. Llueve mucho este invierno.

Hoy muere otro por mí. Quiero no darme cuenta.